martes, 3 de diciembre de 2013

Gila



Miguel Gila nació entonces


Entonces era otro Madrid,
1919 y un Madrid en blanco y negro.



Panorámica de la calle de Alcalá en 1920 (Archivo fotográfico del Centro Nacional de Arte Reina Sofía). Foto de A. Sánchez García.

“Yo tenía que nacer en invierno, pero como hacía mucho frío y en mi casa no tenían estufa, me estuve esperando para nacer en verano, con el calorcito. Así que nací por sorpresa. En mi casa, ya ni me esperaban. Mi madre había salido a pedir perejil a una vecina, así que nací solo, y bajé a decírselo a la portera. Dije: "¡Señora Julia. Soy niño!" Y dijo la portera: "Bueno, ¿y qué?" Dije: "¿Cómo que y qué? Que he nacido y no está mi madre en casa, y a ver quién me da de mamar". Y me dio de mamar la portera, poco porque estaba ya la pobre que ni para un cortado, de joven había sido nodriza y había dado de mamar a once niños y a un sargento de caballería. que luego ni se casó con ella ni nada. Un desagradecido, porque me enteré que era un tragón, que cuando mamaba mojaba bizcochos en la teta. Después de que la portera me dio de mamar, me fui a mi casa y me senté en una silla que teníamos para cuando nacíamos y cuando vino mi mamá con el perejil, salí a abrir la puerta y dije:

"¡Mamá, he nacido!" Y dijo mi mamá: "¡Que sea la última vez que naces solo!"

Entonces le escribimos una carta a mi papá, que trabajaba de tambor en la Orquesta Sinfónica de Londres, y vino y se puso muy contento porque hacía más de dos años que no venía por casa. Y dijo: "Ahora sí que hay que trabajar", porque ya éramos muchos en mi casa. Eramos siete hermanos, mi papá, mi mamá y un señor de marrón, que no le conocía nadie y que estaba siempre en el pasillo”.



Durante muchos años y como parte de mi repertorio, he estado contando esta absurda y disparatada historia de mi vida, pero la realidad es totalmente distinta. El que no estaba en casa cuando yo nací era mi padre.

Mi padre era ese soldado de Ingenieros que había en una fotografía descolorida, colgada en una de las paredes del comedor de la buhardilla en que nací y viví mi niñez y mi juventud, hasta el comienzo de la Guerra Civil.

Mi padre era cornetín de órdenes del Cuartel de la Montaña en Madrid. Se hizo novio de la que después sería mi madre por el sistema sencillo y al mismo tiempo complicado de aquella época, el piropo, el rubor, la palabra, la cita para el domingo y la laboriosa tarea de la insistencia hasta llegar al beso. Ese primer beso que produce calor en el estómago. Después, los paseos y el contarse cosas de su vida cotidiana.

Ni los padres de mi madre ni los de mi padre eran partidarios de que aquella relación se hiciera firme. Argumentaban que no tenían ni edad ni medios para casarse.

Finalmente, mis abuelos maternos aceptaron que el matrimonio se llevara a cabo. Creo (nunca lo supe, ni me preocupa) que la prisa por la ceremonia se debía a que mi madre estaba embarazada, algo que no estaba bien visto en aquel entonces. Mis abuelos paternos, no sólo se negaron a este casamiento sino que ni siquiera fueron a la boda.

Como, efectivamente, no tenían dónde vivir ni de qué vivir, mis padres se alojaron en la casa de los padres de mi madre, mis abuelos maternos. Mi padre siguió cumpliendo con su servicio militar como cornetín de órdenes y mi madre trabajando de estuchadora de azúcar.

Al mes de estar casados, el que iba a ser mi padre, el cornetín de órdenes del Cuartel de la Montaña, recibió una bofetada de un sargento, y sin medir las consecuencias que esto le podía traer, respondió con un puñetazo en la boca. El sargento, que estaba cerca de la escalera, cayó rodando por ella, hasta el final, y en la caída sufrió la fractura de un brazo y de varias costillas, aparte de otras lesiones. Mi padre huyó del cuartel, llegó a su casa, metió alguna ropa en una pequeña maleta y, sin ningún comentario, se fue a la estación de Atocha, se metió debajo de uno de los vagones de un tren, se acostó sobre las tablas que hacían de fondo en el vagón y así, de esa manera incómoda y peligrosa, viajó de polizón hasta Barcelona.

En Madrid, mi padre era buscado por agresión a un superior y por prófugo.

Nadie de la familia, ni siquiera mi madre, sabía nada de él.

Días más tarde mi madre recibió una carta de su marido, en la que decía que estaba en Barcelona, en casa de la tía Clotilde, que ya había encontrado trabajo como ebanista y que le giraba dinero para que cogiera un tren y viajara hasta Barcelona, donde la esperaba. Así lo hizo mi madre, y en Barcelona, en casa de la tía Clotilde —hermana de mi abuela Manuela Reyes—, que tenía una peluquería de señoras en el primer piso de la ronda de San Antonio 18, se instalaron. Allí vivieron un par de meses, hasta que alquilaron un pequeño piso en la Barceloneta.

Mi padre era simpático y muy amigo de sus amigos. Los domingos iban hasta el rompeolas y, valiéndose de un palo largo que tenía al final un lazo corredizo hecho con alambre de cobre, pescaban cangrejos. Uno de esos domingos, cuando estaban pescando, una ola muy fuerte arrastró a mi padre, que aún no lo era, y le golpeó contra las rocas. Los esfuerzos y los gestos que hacía para mantenerse a flote provocaron la risa de todos sus amigos, pero las carcajadas se apagaron cuando, después de aferrarse a las rocas y salir, vieron el gesto de dolor que se reflejaba en el rostro de mi padre, del que iba a ser mi padre.

No dijo nada al llegar a su casa, no hizo ningún comentario, se limitó a acariciar el vientre de mi madre, ya con embarazo de seis meses.

Habían pasado varios días desde el accidente. Al que iba a ser mi padre le brotaron en un costado, a la altura de la cadera, unas pequeñas manchas rojas que le molestaban, lo comentó con mi madre y con su tía Clotilde, pero no le dieron importancia, dijeron que seguramente serían picaduras de pulgas, que en la Barceloneta eran muy comunes. Las pequeñas manchas se fueron agrandando y comenzaron a tomar un color violáceo. El que iba a ser mi padre sentía que aquello era algo más que la picadura de unas pulgas. Tenía —se lo comentó a mi madre— un fuerte escozor interno allí donde había sufrido el golpe, algo así como un fuego que le abrasaba.

Aquello se agravó, y el que iba a ser mi padre sufrió un derrame interior o una gangrena, nunca quedó claro.

Le subieron a un tranvía y le llevaron hasta el Hospital Clínico. No había camas. Esto no es un patrimonio de la monarquía ni del pasado, ahora, en una democracia y después de más de setenta años, seguimos sin camas en los hospitales.

El que iba a ser mi padre murió sentado en una silla, en la puerta del Hospital Clínico, con los ojos muy abiertos, como si el asombro de morir con veintidós años le hubiera provocado una hipnosis para un viaje sin retorno.

La muerte del que había de ser mi padre hizo que mi madre, viuda con diecinueve años, se viera obligada a viajar a Madrid con un billete de caridad, para dar a luz en la casa de mis abuelos.

Esto me lo contó mi madre unos años antes de morir, en un viaje que hicimos desde Colmenar Viejo a Madrid. Hasta ese momento yo no tenía muy claro el porqué de mi orfandad. Aunque, sinceramente, nunca me preocupó. Sabía que al igual que Alfonso XIII, yo era hijo póstumo. El resto de la historia no me importaba. Yo era un niño feliz, pero...

Miguel Gila de “Y entonces nací yo, memorias para desmemoriados".




Música "Estar vivo hoy" de Lito Viatle Cuartet

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