Hay un punto, camino de las Alpujarras...
... en el que, según cuenta la leyenda, un rey moro suspiró al ver por última vez la capital de su perdido reino.
"El suspiro del moro" de Francisco Pradilla (1879-1892).
Hay un punto, camino de las Alpujarras, en las alturas del Padul, desde donde por última vez se divisa Granada y se deja luego de ver. En él se dividen las aguas del Genil y las del Guadalfeo; en él se dividía mi ayer y mi mañana. Ya estaban las más altas cumbres doradas por el sol, y una niebla, anunciadora de una mañana hermosa, sumergía en pereza la Vega. Mi intención era haber llegado antes a ese punto, o pasar por él sin advertirlo. Sabía y sé a la perfección, con ojos ciegos, lo que desde él se ve: colinas, caseríos, cármenes, alquerías, mezquitas, minaretes, almunias, arboledas, murallas: cuanto Granada tiene de incitación a la codicia para quienes no son sus amos; cuanto tiene de placentero para los que lo son; cuanto tiene de pesadumbre para los que han dejado de serlo. Ibn al Jatib también lo supo:
Aquel funesto día en que
me obligaron a alejarme de ti,
acosado por la adversidad,
no hacía sino mirar hacia atrás
en el viaje de la separación.
Hasta que me preguntó mi compañero:
«¿Qué es lo que te has dejado?»
«Mi corazón», le respondí.
Apretaba el paso de mi caballo, cuando escuché voces que me suplicaban hacer una pausa. Yo no quise volver el rostro; no quise ver Granada una vez más; no quise sentir, como una espada de fuego, la expulsión del Paraíso. Farax, que lo intuyó, se puso a hablarme atropelladamente de las minucias de la organización y la llegada, de los problemas que habían surgido en la carga de las acémilas y con los conductores. Yo oí los alaridos de las mujeres, sus plañidos que se trenzaban y se reforzaban unos a otros igual que enredaderas. Se despedían del lugar del mundo sin el que no concebían sus vidas. Éramos ya los desterrados; éramos la caravana que abandona el oasis de la abundancia y la felicidad, y ve aún las estacas de las tiendas, las huellas de los lechos en la arena, las lomas en que el amor la acogió, el rostro de la amada mojado por las lágrimas en el momento del adiós. Yo no quise volver la cara más; no quise ver Granada. Sentí que no iba a poder resistirlo y, sin escuchar el parloteo con que Farax quería distraerme, espoleé mi caballo y me lancé al galope para huir, cuanto antes, de lo que yo había sido.
Decimos o leemos: «El sultán destronado fue recluido en Salobreña, o se refugió en Almuñécar, o se le permitió exiliarse con su corte en Guadix». Qué fácil; pero qué distinto cuando uno es el destronado. Y aún más, cuando uno es el que cierra, al salir, las puertas del palacio. ¿Qué tiene que ver la historia con la vida? ¿Acaso la historia trata, ni le importa, de cuál es el contenido del corazón? ¿Habla de la aspereza del camino que se pierde de vista y que no vuelve? ¿Qué lector reflexiona sobre la tribulación del desterrado, que siente la indiferencia de este mundo a una y a otra orillas de su viaje? Un viaje que ni siquiera sabe adónde lo conduce, ya que ha perdido su sentido, su meta y su porqué.
Aquel funesto día en que
me obligaron a alejarme de ti,
acosado por la adversidad,
no hacía sino mirar hacia atrás
en el viaje de la separación.
Hasta que me preguntó mi compañero:
«¿Qué es lo que te has dejado?»
«Mi corazón», le respondí.
Apretaba el paso de mi caballo, cuando escuché voces que me suplicaban hacer una pausa. Yo no quise volver el rostro; no quise ver Granada una vez más; no quise sentir, como una espada de fuego, la expulsión del Paraíso. Farax, que lo intuyó, se puso a hablarme atropelladamente de las minucias de la organización y la llegada, de los problemas que habían surgido en la carga de las acémilas y con los conductores. Yo oí los alaridos de las mujeres, sus plañidos que se trenzaban y se reforzaban unos a otros igual que enredaderas. Se despedían del lugar del mundo sin el que no concebían sus vidas. Éramos ya los desterrados; éramos la caravana que abandona el oasis de la abundancia y la felicidad, y ve aún las estacas de las tiendas, las huellas de los lechos en la arena, las lomas en que el amor la acogió, el rostro de la amada mojado por las lágrimas en el momento del adiós. Yo no quise volver la cara más; no quise ver Granada. Sentí que no iba a poder resistirlo y, sin escuchar el parloteo con que Farax quería distraerme, espoleé mi caballo y me lancé al galope para huir, cuanto antes, de lo que yo había sido.
Decimos o leemos: «El sultán destronado fue recluido en Salobreña, o se refugió en Almuñécar, o se le permitió exiliarse con su corte en Guadix». Qué fácil; pero qué distinto cuando uno es el destronado. Y aún más, cuando uno es el que cierra, al salir, las puertas del palacio. ¿Qué tiene que ver la historia con la vida? ¿Acaso la historia trata, ni le importa, de cuál es el contenido del corazón? ¿Habla de la aspereza del camino que se pierde de vista y que no vuelve? ¿Qué lector reflexiona sobre la tribulación del desterrado, que siente la indiferencia de este mundo a una y a otra orillas de su viaje? Un viaje que ni siquiera sabe adónde lo conduce, ya que ha perdido su sentido, su meta y su porqué.
Antonio Gala de "El manuscrito carmesí".
Del "Concierto Mudéjar para guitarra y cuerdas" de Antonio García Abril.
No hay comentarios:
Publicar un comentario